lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Libertad a la intolerancia?

El avance de la igualdad de género suscitó cambios en la cosmovisión dentro de los ámbitos académicos que provocaron como consecuencia modificaciones radicales, tanto en el pensamiento como en el comportamiento de quienes los integran. Se están vivenciando cambios que años atrás siquiera podrían haber sido imaginados y en la actualidad no solo encuentran asidero, sino que están cada vez más próximos a sus anheladas soluciones. Entendemos que la lucha por la igualdad de géneros es favorable y se corresponde al crecimiento que vivimos como sociedad, sin embargo, consideramos que en oportunidades, en su afán de no perder vigencia, impone sus postulados a través de modalidades autoritarias que solo terminan por desvirtuar el verdadero espíritu de la causa que le dio origen. La pregunta que primeramente nos surge es ¿cómo es posible entender que el acceso a una libertad implique inferir en una obligación al cumplimiento de normas creadas en forma infundada por un grupo sin ningún tipo de representatividad ni potestad dirigente? Quizás pueda parecer una pregunta compleja, sin embargo se puede responder en forma simple cuando se permite hacer protagonista de una lucha a la intolerancia, en lugar del principio que la fundó como necesidad. En los ámbitos académicos se propagó con importante rapidez la tendencia a creer que imponer el uso del masculino y femenino en cada palabra que así lo permita y (peor aún) cuando su uso es total y absolutamente incoherente a nuestro lenguaje, es una herramienta útil a la lucha por la igualdad de género. Pensar que el único modo de colaborar con la lucha de género es nombrar en el tipo femenino toda variedad de palabras, dejando de lado la semántica y lo apropiado del lenguaje, lejos de reafirmar una postura, incita a pensar en la necesidad de instaurar una costumbre de discriminación inversa, que tiende a desacreditar a los verdaderos factores que hacen importante esta lucha. Dejando de lado los absurdos lingüísticos que generó esta tendencia en su propagación, podemos encontrar un peor problema en la forma que su oferta de renovación al lenguaje, se fue convirtiendo en una exigencia moral, cuando al rechazar su uso es repudiada y coloca a las personas que no comparten este método en un lugar de “opositoras” sin dejar lugar a la libre expresión sobre el tema. Esta discusión, que poco a poco se convierte más que en un avance en una cuestión sexista, es el lugar ideal donde no podrían sentirse más a gusto los machistas (¿o podríamos decir machistos?); dado que solo con el hecho de mencionar “algunos cargos jerárquicos” en femenino lograron aplacar protestas, intenciones y progresos de miles de mujeres que continúan en notoria desigualdad Consideramos que los postulados son, no solo entendibles sino necesarios y también así la reformulación de términos que en su evolución la sociedad encontró la necesidad de crear, sin embargo, el impulso reiterativo de mencionar en cada frase una alternativa en femenino y masculino no solo provoca un desmedro en la calidad de la sintaxis sino que además provoca discursos interminables e incomprensibles. Estamos de acuerdo con la idea de que el lenguaje acompañe la evolución de la sociedad y se enriquezca con el surgimiento de nuevos términos, sin embargo, no parece ser necesaria una repetitiva reafirmación femenina y menos aún, su imposición como necesidad para confirmar una lucha que tiene sustento histórico propio y no necesita mantener viva una postura insertándola en la memoria de las personas por mera reproducción de términos ni discriminación explícita. Consideramos importante poner el énfasis de cada lucha donde corresponde y por lo tanto, resulta un desmedro de voluntades dirigir tanta fuerza en conseguir que todo tipo de términos separatistas y discriminatorios sean vistos como renovadores y tendientes a la libertad, cuándo la verdadera lucha se sigue librando cada día, cuando se continúa haciendo caso omiso a miles de denuncias y reclamos, permitiendo la proliferación de delitos como "la trata de personas y la violencia de género"; que no son más que "prostitución y golpes", hoy moderadamente re- categorizados para no permitir expresar su verdadero impacto. La falta de respeto hacia las mujeres no se vive (ni pelea) en las casas de familia cuando un hijo cree que es su mamá la única encargada de cocinar, o en una oficina cuando se piensa que es la mujer quién está encargada de hacer el café por las mañanas, ni tampoco al momento de manejar, cuando resulta "indiscutible" que sea el hombre quién debe tomar el volante, estos ejemplos no dejan de ser cotidianidades, pequeñas diferencias que el tiempo y la costumbre se van a ir ocupando de extinguir . La verdadera lucha es la que libran miles de mujeres que fueron privadas de su libertad para ser vendidas como si la esclavitud nunca hubiera sido abolida; o cuando la pérdida de su autoestima fue disminuida a un punto tal, que voluntariamente se entregan al sometimiento de los repetidos castigos físicos y psicológicos que le propicia "uno" a título de "ser el hombre de la casa". ¿Cuánto tiempo más podemos seguir engañándonos pensando que la imposición del femenino en los términos es la vía necesaria para mantener vigente la lucha de las mujeres por la igualdad de consideraciones? ¿Podemos pensar que un ideal tan básico va a ser el que permita un cambio de paradigma? ¿Y pensar que al crear un término específico como "violencia de género" podemos quitar algo de dolor en las personas que vivenciaron el desprecio que otro ser humano sintió por su vida y su integridad? Una buena intención que se formuló para liberar a las mujeres de una prisión de prejuicios y falta de inserción, terminó por ser la prisión de las libertades individuales que permiten elegir la forma en la que preferimos ser partícipes y hacernos eco de una necesidad que debería ser considerada para todos (y todas).